Crítica - La Ballena: la morbidez tremendista

En el culmen del vórtice de perdición en el que está sumida Sara Goldfarb, aquel personaje encarnado por Ellen Burstyn en Réquiem por un Sueño (Requiem for a Dream, 2000), la casa se convierte en una extensión del delirio y responde a la deriva personal, contrayendo espacios y trastornando la iluminación en verdes agrestes junto a rojos intensos y destellos de azules desquiciantes. Esta relación entre interiores al borde del colapso absoluto y entornos que lastiman y que, muchas veces, confinan es una de las grandes constantes en el cine de Darren Aronofsky. Sus personajes a menudo se ven orillados a un límite vejado dada su inestabilidad física/psíquica/emocional.

Sin embargo, estos motivos que se preguntan con tintes moralinos por el significado de la notoriedad, el castigo y la salvación suelen estar acompañados de una imaginería estridente que acerca a varias de sus películas tanto a terrenos de lo fantástico como al terror psicológico.

La Ballena critica
Imagen: A24, Protozoa Pictures

En La Ballena (The Whale, 2022), dichas manifestaciones podrían pasar por ausentes en favor de una aproximación pretendidamente más aterrizada y realista, pero la realidad es que nos encontramos en otra de las recámaras estrechas de Aronofsky en la que corren parábolas bíblicas in extremis. Ni la limitación en términos de formato escópico con una relación de aspecto en agobiante 1.33:1 ni la locación casi autárquica dan atisbos para algún gesto de ecuanimidad o maduración expresiva: se trata de falsas contenciones. Y el tremendismo al que nos tiene tan habituados irá apareciendo en grados diluidos para instalarse en una mundanidad explotadora que la hermana con El Luchador (The Wrestler, 2008), ese otro vehículo que se servía de una estrella en desgracia para pregonar una restitución morbosa.

Hablemos entonces de Charlie, el personaje, pero también de la interpretación de Brendan Fraser, que se ha vuelto una recurrencia mercantilizada en su alabanza categórica. El profesor en perpetuo encierro es caracterizado continuamente como alguien que está más allá de cualquier tipo de salvación: se le niega, pero todo su sentido apunta a ese destino. A veces, cuando se le conceden otras aristas, en la profundidad de su voz, o cuando encuentra a través del texto la honestidad que la puesta en escena le arrebata, es inevitable no pensar en una constricción mediada por el artificio envuelto en los prostéticos y el maquillaje que crean esa corporalidad en la que la cámara no deja de regodearse con curiosidad abusivaLa exhibición atroz que discurre Ballard.

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Imagen: A24, Protozoa Pictures

Es una abyección que Charlie no pueda tener una existencia fuera de sus tragedias. Que no pueda habitar otro lugar aparte de la zozobra existencial. Habrá quien diga todo lo contrario, que la película humaniza y compadece. Pero decir aquello lleva el germen de su propia contradicción destructiva, porque la necesidad de humanizar a alguien es haberle negado su condición humana en primer lugar. Si no fuera suficiente, pensemos en el sino fatal culpógeno que pende siempre sobre Charlie. Los inagotables recordatorios de finitud enajenante para anunciar la deseada fuga final; ese consuelo malsano de plenitud extática a la que se accede a través de la muerte agónica que fascina a Aronofsky. Una liberación simulada y farisea a la que el Iñárritu de Birdman o (la Inesperada Virtud de la Ignorancia) [Birdman or (the Unexpected Virtue of Ignorance), 2014] o Bardo, Falsa Crónica de unas Cuantas Verdades (2022) daría su aprobación. Un supuesto trancazo emocional que no es más que una palmada en el hombro. Tranquiliza a la vez que lava conciencias y se cura en salud con una solemnidad lacrimógena efectista. Defendiendo una comodidad lastimera que distancia, la suya es una crueldad balsámica.

Reformulando las líneas que dedica Pauline Kael a la Mabel de Gena Rowlands en Una Mujer Bajo la Influencia (A Woman Under the Influence, 1974), Charlie es más y menos que un personaje, ya que en su totalidad es alguien que mueve a simpatía: es una víctima simbólica.

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Imagen: A24, Protozoa Pictures

Y sigo con la paráfrasis: la actuación de Fraser es suficiente para media docena de tours de force y toda una hilera de premios Óscar. Es dolorosa. Pero los premios no son un fin por sí mismos. La dignidad y el talento incuestionable del actor pueden no ser suficientes para desempantanar una obra que demanda cuestionamiento

Aunque al final también es cierto que Aronofsky jamás ha ocultado los paroxismos grotescos de su estilo, y debe decirse que ni él ni Samuel D. Hunter, el guionista/dramaturgo, no parecen haber querido entregar algo distinto a este machaqueo sentimental fruitivo y excesivo. Los indicios ahí estaban y, como los capítulos de Melville que solo describen ballenas, también podrían haber querido salvarnos de lo triste de su propia historia.

La Ballena está actualmente en cartelera.


Juan Ramón Ríos. Cinero/escritor.

Comentarios

  1. Buen preánbulo para charlar en extenso.

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  2. Reseñas como esta son las que producen diálogos enriquecedores. Muy bien por el reseñista.

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  3. Wow, el inútil de juan dejándose comentarios a él mismo como anónimo.

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