En medio de una crisis global cuya única forma de erradicar es atentando contra los mismos cimientos que conforman el modelo económico de cientos de países, El Hoyo emerge como un reflejo de los tiempos desesperación, pero también de un sistema jerárquico que por décadas ha sumido en el fondo a los que menos tienen.
A través de un concepto arriesgado que brilla desde el punto de vista técnico, la cinta abre una serie de cicatrices sociales de las que emanan podredumbre, decadencia y el más puro instinto de supervivencia. El Hoyo podrá ser muy obvia en sus intenciones, pero nunca está de más mostrarnos la barbarie del capitalismo por medio de las formas mas brutales posibles.
A través de un concepto arriesgado que brilla desde el punto de vista técnico, la cinta abre una serie de cicatrices sociales de las que emanan podredumbre, decadencia y el más puro instinto de supervivencia. El Hoyo podrá ser muy obvia en sus intenciones, pero nunca está de más mostrarnos la barbarie del capitalismo por medio de las formas mas brutales posibles.
Goreng (Iván Massagué) despierta en una extraña habitación sin salida. Trimagasi (Zorion Eguileor), el viejo que lo acompaña, es quien le dice que se encuentra en el nivel 48 de "El Hoyo", una estructura vertical en la que lo más importante es comer; la cuestión es que los alimentos exclusivamente llegan desde arriba, y solo después de que cada una de las personas que están sobre ellos tenga su oportunidad de comer.
A pesar de haber entrado voluntariamente, Goreng se rehúsa en un principio a someterse a la casi primitiva dinámica impuesta por la Administración, aunque al final termina cediendo por el hambre, desarrollando una relación aparentemente amistosa con Trimagasi en el proceso. Todo cambia cuando, después de un mes, despiertan en un nivel más bajo, donde cada sujeto deja ver su lado más salvaje en busca de despertar más arriba treinta días después.
A pesar de haber entrado voluntariamente, Goreng se rehúsa en un principio a someterse a la casi primitiva dinámica impuesta por la Administración, aunque al final termina cediendo por el hambre, desarrollando una relación aparentemente amistosa con Trimagasi en el proceso. Todo cambia cuando, después de un mes, despiertan en un nivel más bajo, donde cada sujeto deja ver su lado más salvaje en busca de despertar más arriba treinta días después.
Galder Gaztelu-Urrutia dirige esta película que resultó ganadora de una de las secciones alternas del Festival de Toronto el año pasado. En su debut cinematográfico, el español propone un escenario de pesadilla que ciertamente guarda un atemorizante parecido con nuestra realidad. El llamado Centro Vertical de Autogestión es una especie de prisión a la que se puede acceder voluntaria e involuntariamente.
En esta megajaula de concreto, los sujetos se desenvuelven de acuerdo al nivel que ocupan. De estar en uno muy abajo, la supervivencia por falta de comida se vuelve el principal objetivo, todo con miras a llegar a fin de mes esperando que el siguiente sea mejor. Sin duda, todo esto nos suena familiar.
El Hoyo parte de un concepto que hemos visto bastante en el cine, sobre todo en la ciencia ficción. Boon Joon-ho lo desarrolló tanto en el formato vertical y horizontal con Parásitos y El Expreso del Miedo respectivamente, mientras que Ben Wheatley hizo lo propio con High Rise.
La lucha de clases es un tema recurrente en un género que atisba un futuro pesimista y ciertamente peligroso para la humanidad, pero quizá no haga falta adelantarnos tanto para ver que el lento pero seguro descenso al infierno ya comenzó desde hace mucho. Gaztelu-Urrutia lo sabe, por lo que nos lanza una advertencia con su ópera prima: los cambios no se generan de forma espontánea. Ahí es donde entra Goreng y su casi mesiánico papel en este relato.
El espectador se adentra en este peculiar entorno junto a Goreng, un hombre que prácticamente experimenta todas las formas de vivir (y sobrevivir) en el centro. Su viaje por los distintos niveles lo acercan a su lado más instintivo, pero también a una incontestable verdad: la sociedad no cambiará así nada más, hace falta un acto desinteresado y honesto para que al menos una persona abra los ojos y entienda realmente lo que está en juego.
A veces, esto tiene que hacerse a la fuerza. El arriesgado descenso que emprende con uno de sus múltiples compañeros no pretende hacer un llamado a la solidaridad, no, sino más bien encontrar el camino hacia la salvación.
El Hoyo presenta un despliegue técnico importante y sumamente llamativo. Con efectos especiales de primer nivel, aprovechando al máximo los espacios en los que están confinados los personajes, y creando una interesante dinámica que se asemeja al diabólico juego que presenciamos en Saw hace tantos años, Gaztelu-Urrutia sorprende con una inteligente cinta que supone una experiencia poco placentera para el espectador.
Cuerpos mutilados, canibalismo, vómito, alimentos devorados de la manera más grotesca posible... El menú es tan variado como el mismo que ofrece la Administración, al menos para los habitantes de los primeros niveles.
Así como diría Trimigasi, es obvio lo que Gaztelu-Urrutia intenta con esta alegoría, quizá más de lo que desearíamos; de cualquier manera, esto no impide involucrarse en lo que ha construido con una narrativa en la que se pueden encontrar símbolos en la comida, en los nombres de los personajes y hasta en su propio excremento.
En El Hoyo, el protagonista se ve cara a cara con su faceta más salvaje, pero cuando ve que los oprimidos se convierten en opresores y viceversa, este finalmente entiende que la única posibilidad de cambio está en él, un individuo que ha decidido traer conocimiento al encierro.
Quizá, solo quizá, si los de arriba tomaran lo que necesitaran, las cosas irían mejor para los de abajo, tal y como Imoguiri (Antonia San Juan) declara al despertar en la habitación junto a Goreng. ¿Y si esto realmente no fuera una utopía?
El único impedimento parece la misma naturaleza del hombre y el sistema en el que vive actualmente, un obstáculo invencible que nos mantendrá sometidos, al menos, por algunas generaciones más.
En esta megajaula de concreto, los sujetos se desenvuelven de acuerdo al nivel que ocupan. De estar en uno muy abajo, la supervivencia por falta de comida se vuelve el principal objetivo, todo con miras a llegar a fin de mes esperando que el siguiente sea mejor. Sin duda, todo esto nos suena familiar.
El Hoyo parte de un concepto que hemos visto bastante en el cine, sobre todo en la ciencia ficción. Boon Joon-ho lo desarrolló tanto en el formato vertical y horizontal con Parásitos y El Expreso del Miedo respectivamente, mientras que Ben Wheatley hizo lo propio con High Rise.
La lucha de clases es un tema recurrente en un género que atisba un futuro pesimista y ciertamente peligroso para la humanidad, pero quizá no haga falta adelantarnos tanto para ver que el lento pero seguro descenso al infierno ya comenzó desde hace mucho. Gaztelu-Urrutia lo sabe, por lo que nos lanza una advertencia con su ópera prima: los cambios no se generan de forma espontánea. Ahí es donde entra Goreng y su casi mesiánico papel en este relato.
El espectador se adentra en este peculiar entorno junto a Goreng, un hombre que prácticamente experimenta todas las formas de vivir (y sobrevivir) en el centro. Su viaje por los distintos niveles lo acercan a su lado más instintivo, pero también a una incontestable verdad: la sociedad no cambiará así nada más, hace falta un acto desinteresado y honesto para que al menos una persona abra los ojos y entienda realmente lo que está en juego.
A veces, esto tiene que hacerse a la fuerza. El arriesgado descenso que emprende con uno de sus múltiples compañeros no pretende hacer un llamado a la solidaridad, no, sino más bien encontrar el camino hacia la salvación.
El Hoyo presenta un despliegue técnico importante y sumamente llamativo. Con efectos especiales de primer nivel, aprovechando al máximo los espacios en los que están confinados los personajes, y creando una interesante dinámica que se asemeja al diabólico juego que presenciamos en Saw hace tantos años, Gaztelu-Urrutia sorprende con una inteligente cinta que supone una experiencia poco placentera para el espectador.
Cuerpos mutilados, canibalismo, vómito, alimentos devorados de la manera más grotesca posible... El menú es tan variado como el mismo que ofrece la Administración, al menos para los habitantes de los primeros niveles.
Así como diría Trimigasi, es obvio lo que Gaztelu-Urrutia intenta con esta alegoría, quizá más de lo que desearíamos; de cualquier manera, esto no impide involucrarse en lo que ha construido con una narrativa en la que se pueden encontrar símbolos en la comida, en los nombres de los personajes y hasta en su propio excremento.
En El Hoyo, el protagonista se ve cara a cara con su faceta más salvaje, pero cuando ve que los oprimidos se convierten en opresores y viceversa, este finalmente entiende que la única posibilidad de cambio está en él, un individuo que ha decidido traer conocimiento al encierro.
Quizá, solo quizá, si los de arriba tomaran lo que necesitaran, las cosas irían mejor para los de abajo, tal y como Imoguiri (Antonia San Juan) declara al despertar en la habitación junto a Goreng. ¿Y si esto realmente no fuera una utopía?
El único impedimento parece la misma naturaleza del hombre y el sistema en el que vive actualmente, un obstáculo invencible que nos mantendrá sometidos, al menos, por algunas generaciones más.
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