“Si te dijera que las películas tienen un propósito oculto, ¿cuál crees que sería?”. Con esas palabras George Miller abre 40,000 Years of Dreaming (1997), un documental que explora la historia del cine australiano sirviéndose de idas y venidas a lo largo de una centuria. La figura ensombrecida del director nos interpela; detrás, palabras corren en un fondo negro: arte, oficio, entretenimiento, instrucción, negocio, propaganda, cultura y creación de mitos. Mythmaking. La serie de conceptos que Miller vincula a una idea del cine en particular y a la narración de historias en general. Storytelling. Su silueta se disuelve en unas vías del tren que se extienden hacia un fin más allá de la vista. Luego nos confiará que, para él, todo inició con el encanto. ¿Qué es una historia?, ¿cómo opera?, ¿qué poderes esconde?
Imagen: Kennedy Miller Mitchell, Metro-Goldwyn-Mayer, FilmNation Entertainment, CAA Media Finance, Elevate Production Finance |
Dentro de los años circundantes al momento en que se concibió 40,000 Years of Dreaming —como parte de las producciones del British Film Institute en celebración del primer siglo de existencia del cine—, Miller leyó y compró los derechos de The Djinn in the Nightingale’s Eye, de la escritora A. S. Byatt, el material de origen que devendría en Érase una Vez un Genio (Three Thousand Years of Longing, 2022). Esta coincidencia temporal permite un indicio de trenzado entre estos dos títulos que hacen patente la preocupación continuada por adentrarse tanto en la germinación como en el funcionamiento de los relatos. Una incidencia de orden estético a la vez que epistémico. Sensible y racional. A dicha tensión habrá que regresar pronto. Pero, por ahora, tenemos presente la distancia de más de veinte años entre ...Dreaming y ...Longing. El tiempo en que una narración se inserta en el fondo del pensamiento y comienza a transfigurarse; el tiempo de una película en formación.
En Érase una Vez un Genio, una historia de amor es liberada. Alithea Binnie (Tilda Swinton), es una narratóloga que viaja a Estambul para impartir una conferencia. Con una estructura de relatos anidados —historias que brotan a medida que se cuenta la anterior—, hay un abrevar de la piedra de toque ancestral que subyace en Las Mil y Una Noches —el guiño a Shahrazad Airlines, el primer texto que se distingue en la primerísima imagen y que se ilumina por un instante con el desplazamiento del avión en la pantalla—, motivo que de inmediato da relieve a aquel encanto narrativo primigenio que la mantiene cautiva, fascinada y rehén de un deshilvanar, y que además le posibilita conservar la cabeza.
Imagen: Kennedy Miller Mitchell, Metro-Goldwyn-Mayer, FilmNation Entertainment, CAA Media Finance, Elevate Production Finance |
A su llegada a la ciudad, Alithea es sorprendida por entidades que anticipan el descubrimiento al que parece destinada: una pequeña reliquia que resguarda la prisión de un djinn —genio—, a quien Idris Elba cede su corporalidad. El genio, como se acostumbra, debe cumplir tres deseos para así obtener su libertad. Sin embargo, nuestra narratóloga, experta en historias, conoce la naturaleza contraproducente y tramposa de los deseos, y por eso se abstiene de pedirlos. La cuidadosa suspicacia de Alithea se irá cercando con las digresiones que hebra el genio de sus propias experiencias y por la forma que toman esas anécdotas: vuelos espaciotemporales que nos hacen escapar de la habitación de hotel —la #333, para seguir insistiendo— en donde tiene lugar la mayor parte de la película.
Con transiciones y movimientos de cámara seguros, sutiles y elegantes, Miller y John Seale, su director de fotografía, van desplegando el abanico visual rítmico que responde a la misma base episódica en la que se funda el guion. En su desarrollo, aunque llega a asomarse cierta picardía mordaz —que podría emparentarlo con propuestas de otro gran fabulador como Terry Gilliam—, casi siempre se sobrepone la sensibilidad más dulcificada de Miller. Con esto, necesariamente se apuntará a obras previas como The Fall. El Sueño de Alejandría (The Fall, 2006), de Tarsem, o Stardust, el Misterio de la Estrella (Stardust, 2007), de Matthew Vaughn, en lo que respecta ya sea a la esencia genealógica de escenarios fantásticos o al tanteo de cuentos de hadas para públicos maduros. Quizá con algo más de arrojo podríamos referirnos a La Dama en el Agua (Lady in the Water, 2006), de M. Night Shyamalan, y su defensa tan cándida como loable que hace de lo narrativo como tejido conjuntivo/colectivo; o incluso a Ashik Kerib (1988), de Sergei Parajanov, ese maestro de las leyendas cuya imaginería trasciende lo que la cámara puede ver. Se trataba de alguien que buscaba romper el jarrón de las narrativas para también agradecer la existencia de ellas.
Imagen: Kennedy Miller Mitchell, Metro-Goldwyn-Mayer, FilmNation Entertainment, CAA Media Finance, Elevate Production Finance |
La película da juego a las conjuras de la ausencia; sugiere aquello que florece de las personas solitarias, aisladas, en estado de aparente ataraxia, pero que ocultan añoranzas jamás dichas. También eso que subsiste y que va tomando materialidad a medida que se escribe, se graba o se estila. Todo el tiempo se remarca la complexión de los relatos cautelares, las advertencias y las lecciones finales. Y lo magnético. Lo persuasivo. Lo que nos mantiene con vida. Una burbuja fabulesca tangencial que contenga el esperado ocaso del desconcierto.
Volvamos, finalmente, a esas disonancias que se crean al hablar con el lenguaje de la razón y de los sentimientos, parafraseando a Godard. Quizá la mayor ambición irresoluta de la cinta es ese menguar entre emoción e intelecto, unidos en cómo se vive anhelando. Amor y deseo. Mientras la soledad persiste. Y a veces son las historias que nos contamos las que pueden tomarnos de la mano para caminar por encima de una colina antes de que las luces terminen de esfumarse por completo.
Érase una Vez un Genio se encuentra actualmente en cartelera.
Juan Ramón Ríos (Querétaro, 1996) es cinero, escritor y coanfitrión del pódcast Los Trenes en la Noche.
Hermoso texto <3
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