En uno de los distintos encuentros que Hans (Franz Rogowski) sostiene con Viktor (Georg Friedrich) dentro de prisión, el primero examina la forma en que el segundo ha acondicionado su celda, casi como una habitación común y corriente. "Es como un hogar", le dice con aparente sarcasmo; sin embargo, en sus palabras se puede identificar cierta añoranza y una sensación de paz. ¿Cómo es posible que un convicto se sienta de esa manera cuando lo único que puede hacer se concentra en cuatro paredes? En La Gran Libertad (Große Freihet, 2021) la liberación no llega precisamente con la conmutación de la sentencia, sino con la posibilidad de encontrar aquel sitio que se siente como en casa, en donde uno puede ser uno mismo y ofrecer a los demás este mismo sentimiento.
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Hans, es un judío que, tras ser liberado de un campo de concentración después de la Segunda Guerra Mundial, es trasladado a una prisión alemana por violar el Párrafo 175, que criminaliza cualquier actividad homosexual. Dentro de la cárcel conoce a Viktor, un asesino que lo desprecia por su naturaleza. Inesperadamente, este último comienza a acercarse a él cuando se entera de su pasado. Su relación dura poco, pues Hans es liberado meses después. Pero con la ley en vigor, Hans no puede evitar volver a ser apresado en distintas etapas de su vida. Viendo cómo sus vínculos especiales se rompen a causa de las disposiciones del gobierno, sus rencuentros con Viktor son la única estabilidad que encuentra entre tanta represión.
Inexplicablemente omitida en la pasada entrega del Óscar —solo llegó a la lista corta—, La Gran Libertad es una obra maestra sobre la condición humana y lo estoico de un individuo comprometido a muerte con su identidad. A través de este conmovedor y desgarrador relato sobre el aprisionamiento, literal y metafórico, Sebastian Meise ofrece una brutal mirada a la deshumanización, pero también a la esperanza que aguarda incluso en las celdas más oscuras y hediondas. A través de un protagonista memorable, el austriaco nos adentra en una lucha silenciosa que enaltece la individualidad, el amor y el orgullo de saberse congruente con lo que uno es.
Rogowski, sin duda, es el alma de la película. Sin demasiados aspavientos, el actor transmite los sentimientos encontrados de alguien que trata de mantenerse ecuánime ante las constantes injusticias que debe soportar. Esto es evidente desde las primeras escenas, en las que lo encontramos ya como un hombre maduro siendo condenado por enésima vez simplemente por ser quien es. Su rostro, más que resignación, refleja una aparente tranquilidad; se trata de un tipo que conoce el protocolo de memoria. Sin embargo, Meise y Rogowski también nos dejan ver algunos momentos de flaqueza, principalmente cuando una tragedia azota su vida. En esas escenas, el actor nos invita a ver el interior de su personaje, asolado por la tremenda inmoralidad de aquellos que lo han privado de su libertad en todo sentido.
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Y aunque la película trate sobre Hans en distintas etapas de su vida —el trabajo de caracterización es fundamental para poder distinguir al protagonista en cada una de las líneas del tiempo que componen la trama, sobre todo en lo físico—, el guion se toma su tiempo para desarrollar no solo a Viktor, sino a otro par de personajes que complementan a Hans. Leo (Anton von Lucke), por ejemplo, por ejemplo es un profesor de primaria que no ve cómo volver a rehacer su carrera tras ser encarcelado por ser gay; Oskar (Thomas Prenn), por otro lado, es un amante de Hans que no puede vislumbrar un futuro en su relación mientras el Párrafo 175 siga en vigor. Si bien sus intervenciones son breves, Meise nos permite ver a profundidad la frustración que embarga a estos hombres.
Pero es Viktor en quien la historia se concentra más aparte de Hans. Este personaje multidimensional es tratado con una compasión absoluta, ofreciéndonos un vistazo al infierno que es su vida y a la luz que representa para él su compañero. Como un asesino, drogadicto y homofóbico, La Gran Libertad tiene el enorme acierto de indagar en cada una de las facetas del perturbado sujeto, que también es un veterano de guerra que "no mató a nadie en el conflicto". A través de los ojos de Hans vemos, en un comienzo, a un tipo despreciable lleno de odio, que, conforme pasa el tiempo, se va ablandando hasta abrirse por completo a la única persona que se ha preocupado por él durante tantos años de encarcelamiento. Y es en esa relación tan inusual donde se encuentra el mayor valor de la cinta; la aversión convertida en afección.
Imagen: FreibeuterFilm, Rohfilm Productions |
La película se arraiga en el minimalismo para que su mensaje no pierda potencia. La música incidental brilla por su ausencia, a excepción de unos cuantos momentos en la trama en que unas melancólicas notas de trompeta marcan las transiciones entre épocas —y que cada una suele empezar o terminar en la celda del confinamiento solitario, o sea, en la oscuridad y en lo más denigrante—. Pero también aparece hacia el final, cuando el acid jazz que toca una banda en un bar gay de pronto se transforma en una canción romántica francesa que augura la elección final de Hans: cuando la libertad que tanto anhelaba está finalmente al alcance, algo sigue incompleto dentro de sí, algo que no puede encontrar en otro lugar más que en aquella celda a la que consideraba un hogar, aquella en donde continúa Viktor.
La Gran Libertad alberga en su título una ironía absoluta, pero su gran significado queda al descubierto cuando somos testigos de la contundente liberación de Hans, y no precisamente cuando sale de prisión, sino cuando lleva a cabo el acto más romántico de la historia. En aquella acción se encuentra la verdadera libertad y la ilusión de la misma, que ni siquiera la que nosotros entendemos como tal puede darle.
La Gran Libertad se encuentra actualmente en cartelera.
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