Mientras Toby Grummett (Adam Driver) filma un comercial poco original basado en la figura de Don Quijote, uno de sus asistentes se lamenta con una contundente frase, la cual parece tener implicaciones más allá de la puesta en escena: "Nos convertimos en lo que nos aferramos". El Hombre que Mató a Don Quijote (The Man Who Killed Don Quixote, 2018) trasciende cualquier capricho personal de un director que siempre da de qué hablar. Se trata de un ejercicio de perseverancia y absoluto amor por el cine que, después de muchísimos años, finalmente se hace realidad ante nuestros ojos. Podrá no ser su mejor trabajo, y la trama incluso presenta bastantes problemas, pero resulta imposible no regodearse ante el ingenio y el estoicismo de Terry Gilliam.
Imagen: Alacran Pictures, Tornasol Films, Entre Chien et Loup, Ukbar Films, El Hombre Que Mató a Don Quijote AIE, Carisco Producciones AIE, Recorded Picture Company |
Durante el rodaje de un trabajo por encargo en España, el director Toby Grummett se da cuenta de que se encuentra en el mismo lugar donde filmó El Hombre que Mató a Don Quijote, una película estudiantil que le valió importantes reconocimientos. Buscando a Javier (Jonathan Pryce), el hombre que interpretó al protagonista en aquella ocasión, Toby da con el pueblo que sirvió como locación, ahora sumido en una depresión generalizada. Sorprendido por la actualidad de sus habitantes, el director eventualmente se topa con Javier, quien ahora está convencido de que es el mismísimo Quijote. Así, después de una serie de peripecias, ambos se embarcan en una aventura en la que realidad y ficción se mezclan peligrosa e hilarantemente.
La génesis de la película nos remonta hasta principios de los 90, cuando, después de leer el clásico de Cervantes, Gilliam se propuso hacer una adaptación a su estilo. Casi una década después, con las cámaras ya rodando, el proyecto tuvo que pararse en seco debido a cualquier cantidad de obstáculos prácticos y administrativos. La fallida empresa incluso fue documentada en Perdidos en La Mancha (Lost in La Mancha, 2002), que un principio tenía el objetivo de ser un making-of de la cinta. 17 años después, casi a los 80, el británico por fin consiguió lo necesario para poner en marcha su proyecto soñado —como era de esperarse los contratiempos tampoco faltaron en esta ocasión—. Y el resultado no podría ser más Gilliam. Así como Charlie Kaufman escribió un guion basado en los tormentos que vivió para concebirlo, el director nos entrega una versión fantástica, irreverente y totalmente irregular de lo que significa fallar rotundamente.
Es usual encontrarnos con la ya trillada frase de "una carta de amor al cine" para describir cualquier cinta que enaltezca la labor de todos aquellos dedicados a contar historias para la pantalla grande. Pero lo que Gilliam hace aquí podría considerarse lo contrario: una carta de desamor al cine; un recordatorio de lo difícil que es hacer una película fuera del sistema, y la poca recompensa —creativa y económica— que esto otorga. A través de Toby, interpretado por un anómalo pero divertido Driver, el director y coguionista revive la frustración y la pesadilla de ver su sueño derrumbarse ante sí. Y solo así podía existir este filme, como una metaficción que convive con la "realidad" en un espacio inverosímil, impredecible y sumamente personal.
Imagen: Alacran Pictures, Tornasol Films, Entre Chien et Loup, Ukbar Films, El Hombre Que Mató a Don Quijote AIE, Carisco Producciones AIE, Recorded Picture Company |
La historia es un sencillo disparate. Sin reparo alguno, Gilliam nos lleva por un relato realmente quijotesco (porque claro) en el que Pryce y Driver, como una todavía más decadente versión del Quijote y Sancho Panza respectivamente, se involucran en una serie de absurdas situaciones. De un austero set de filmación, pasando por un campo de refugiados, hasta un exuberante castillo propiedad de un magnate ruso (Jordi Mollà), el dúo vive una variedad de insólitas experiencias que sumen todavía más en su papel a Javier, e inadvertidamente también a Toby, quien, tratando de "salvar" a su exprotagonista, y después a Angélica (Joana Ribeiro) —su Dulcinea—, ve cómo su presente se mezcla con el pasado y con la fantasía que emana de su creación.
El Hombre que Mató a Don Quijote es un sueño con la marca de Gilliam por doquier, y no como producto de un ejercicio egocentrista, sino simplemente porque así entiende el mundo, con cadáveres de puercos tomando formas de rostros humanos o gigantes salidos de la nada para tratar de comerse a un diminuto Quijote. Los efectos especiales incluso parecen todavía salidos de Brazil (1985), pero la realdad es que una cinta de Gilliam no podría verse de otra manera. Y claro, para beneplácito de muchos, la corrección política brilla por su ausencia. Con personajes que, ciertamente, podrían ser vistos como problemáticos desde una óptica arraigada en los señalamientos contemporáneos, la trama no se deja llevar por cualquier imposición cultural, a la que, sin duda, Gilliam se mantiene ajeno por omisión o por convicción.
Imagen: Alacran Pictures, Tornasol Films, Entre Chien et Loup, Ukbar Films, El Hombre Que Mató a Don Quijote AIE, Carisco Producciones AIE, Recorded Picture Company |
La película, aunque de aventura y comedia, se desenvuelve como una crítica a la industria del cine; a la manera en la que un cineasta al margen de la misma debe venderse al mejor postor con tal de hacer realidad su sueño por falta de recursos. Stellan Skarsgård, como el ejecutivo que financia la obra de Toby, representa una de las poderosas fuerzas que mueven la vida personal y profesional de los creadores. Y es ahí donde Gilliam hace referencia al poder destructivo del arte; el pueblo donde Toby filmó —que, apropiadamente,, lleva el nombre de Los Sueños— y sus habitantes han seguido caminos oscuros e inesperados, e incluso él mismo ha visto su carrera caer a pique, al menos creativamente, desde el éxito de antaño. Gilliam, un director con varios bodrios en su haber, impregna todavía más de su vida en el que, claramente, debe ser su esfuerzo más personal hasta la fecha.
Y aunque El Hombre que Mató a Don Quijote intenta desesperadamente ser graciosa (como cuando alguien confunde la palabra "teléfono" por "elefante", o como cuando Toby usa una mazorca como espada), el montaje no es el mejor y la falta de presupuesto se nota en todo momento, Gilliam nos complace con un trabajo honesto muy cercano a su corazón. Enfrentando a un temible gigante cual Quijote, el emblemático director sale triunfante a pesar de todo. "No puedo morir, excepto liberándome de mis sueños", declara Javier durante el clímax de la película. Las palabras salen de su boca, pero vienen de la pluma de un hombre que, después de un largo suplicio, bien podría ahora hacer valerlas.
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