Crítica - El Conde, de Pablo Larraín (Netflix): una sátira con poco colmillo

En La Memoria Infinita (2023), Maite Alberdi construye una pieza sobre la memoria y la importancia de recuperar el pasado para enfrentar el futuro. Su compatriota Pablo Larraín comparte esta idea, la cual ha estado presente en gran parte de su filmografía; varias de sus películas abordan la dictadura de Augusto Pinochet desde distintos ángulos y géneros para continuar mostrándole al mundo los horrores que Chile vivió durante casi dos décadas. En El Conde (2023), el director entrega su primera comedia como tal para, por supuesto, burlarse de la figura del brutal mandatorio desde la sátira. Sin embargo, la muy prometedora premisa de ver al protagonista como un vampiro de 250 años pronto se queda sin fuerza a pesar de un notable esfuerzo de producción.

El Conde Pablo Larrain critica
Imagen: Fabula

Ganadora del premio a Mejor Guion en la pasada edición del Festival de Venecia, la película nos presenta a un Pinochet (Jaime Vadell) decrépito y caprichudo que desea morir de una vez por todas; se siente decepcionado de sus hijos y de su propio país. En pocas palabras, estamos ante una "víctima". Pero no es el hecho de que le atribuyan el asesinato de tantos disidentes lo que le inquieta, sino que le acusen de "ladrón". Larraín y el coguionista Guillermo Calderón proponen una examinación de la psique de aquellos gobernantes de derecha que, durante buena parte del siglo XX, vivieron absortos en su pequeña burbuja de privilegio y ostento. El perfil psicológico da para mucho, y aquí el par trata de desnudar al dictador por medio de la fantasía y la comedia.

El Conde nos sitúa en el Chile contemporáneo, en el que un Pinochet sobrenatural fingió su muerte para vivir en paz después de haber perdido el poder y tener que enfrentar a la justicia por las atrocidades que cometió durante su gobierno. Calderón y Larraín, además de la desfachatada representación del tirano, incorporan un par de elementos narrativos para darle más profundidad a la trama; el primero, una monja y también contadora que llega a la remota residencia Pinochet para encontrar la fortuna perdida de la familia aunque con una agenda secreta; el segundo, los hijos, que también viajan al mismo lugar para reclamar lo que es su derecho: la herencia. Esto enfrenta a todos los bandos, creando algunas situaciones cómicas y otras cercanas al horror. Pero eso no es todo, pues la historia introduce otros frentes y hasta tres giros para mantener la atención. Desafortunadamente, la narrativa se muestra errática en distintos momentos, impidiendo que la hilarante idea principal se desenvuelva de forma más atractiva.

El Conde Pablo Larrain critica
Imagen: Fabula

Calderón y Larraín se dejan llevar más por el "contar" que por el "mostrar". El prólogo, que se extiende más de la cuenta, nos adentra en el pasado ficticio de Pinochet, en el que un hijo abandonado de una trabajadora de la noche y un marino abusador en Francia asciende de un donnadie a un militar y protector de la última reina del país: María Antonieta. El par de guionistas invierten demasiado tiempo en esta construcción, que resulta más curiosa que relevante. Y a eso tenemos que agregar la cuestión de la narración, que se dedica de principio a fin a explicar los sentimientos y las emociones de los personajes, dejando muy poco a la interpretación. El recurso emerge más adelante como uno metanarrativo y como el giro más inesperado de la película; sin embargo, la revelación de la identidad de quien cuenta los sucesos, aunque intenta apuntalar el discurso de la faceta más vampírica del capitalismo y la derecha, no conduce a algo emocionante o significativo.

La comedia tampoco es el gran fuerte del filme. Como una negra, El Conde nunca explota del todo la oportunidad de tener a un personaje tan estrafalario. De hecho, el relato aprovecha mejor a otros, como el sirviente Fyodor (Alfredo Castro), quien guarda varios secretos personales, que pronto dan pie a algunos de los mejores instantes de la cinta. Carmencita (Paula Luchsinger), la monja y contadora), protagoniza4 conversaciones con todos los miembros de la familia, las cuales señalan esa desubicación, codicia e indiferencia de la clase gobernante. Además, esta parece representar tanto a la clase trabajadora como a la religiosa, cada una con sus propios objetivos en cuanto al destino de Pinochet. 

El Conde Pablo Larrain critica
Imagen: Fabula

Pero este esfuerzo no se ve apoyado del todo por el resto de la historia, que sufre demasiado de un ritmo inconsistente, una comedia no tan bien trabajada y un guion que no lleva más allá su concepto. Destaca, por supuesto, la fotografía de Edward Lachman; su pulcro y lúgubre blanco y negro está logrado brillantemente, y la desolación que captura sus imágenes es avasalladora en varias escenas. El diseño de producción también merece una mención especial; la derruida residencia Pinochet consigue proyectar esa decadencia asociada con el apellido.

"La historia nunca es justa", clama la misteriosa voz que narra los hechos mientras el vampiro protagonista se pregunta por qué el pueblo chileno no reconoce todo lo que hizo por ellos. Larraín y Calderón entregan una obra que por momentos se muestra meditativa e ingeniosa, pero en otros demasiado burda y simplona. El problema, claramente, no está en el abordaje de género, pues La Llorona (2019), demostró que es posible retratar la psique de un dictador a través de, en ese caso, el terror. Aquí, lastimosamente, llegan a una conclusión obvia y particularmente insatisfactoria. Cualquiera diría que les faltó colmillo.

El Conde está disponible en Netflix.

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