Reseña - Familia de Medianoche: el duro negocio de la tragedia

Como si fuera cualquier otra mancha, Juan limpia la sangre de los pacientes (y clientes) de su camilla. Luego, una charla con su novia por teléfono tiene lugar, pero no una convencional, no; la que ellos sostienen tiene que ver con fracturados, cortados, prensados, desangrados, etc.

La vida de Juan gira en torno de la desgracia, pero no solo de aquellos a los que corre a atender con su familia en una vieja ambulancia, sino también a la de un sistema fallido, un engranaje oxidado que más o menos funciona gracias a personas como ellos, castigados por una cruel dinámica de indiferencia y corrupción, algo completamente normal en el México contemporáneo.


Los Ochoa son una familia de bajos recursos que ha apostado su supervivencia económica a la operación de una ambulancia privada. Está Fernando, el padre, quien suele olvidarse de tomar su medicina para el corazón; Josué, el hijo más pequeño, un niño que disfruta más de estar en la ambulancia con los suyos que en la escuela, y Juan, el más grande, un adolescente que se ha convertido en los pies y cabeza de este proyecto familiar.

Su labor no es sencilla, además de poco remunerada; sin embargo, los Ochoa se aferran a un modo de vida que no parece redituable en todos los sentidos, pero al que prácticamente le dedican todo lo que son como personas.

Con premios cosechados en los festivales de Sundance, Guadalajara y Guanajuato el año pasado, Familia de Medianoche retrata la vida profesional y personal de una familia típica mexicana, aquella que en la adversidad suele encontrar un momento para reír o bromear.

El director Luke Lorentzen, habiendo pasado una temporada con ellos, ha vuelto a poner sobre la mesa una de las tantas problemáticas que aquejan a la capital del país: servicios de salud deficientes y escasos. La cinta comienza con un impactante recordatorio: el gobierno local apenas tiene unas 40 ambulancias para 9 millones de personas; las demás pertenecen a particulares que buscan ganarse la vida llenando un enorme hueco.


Así, Lorentzen utiliza su cámara para adentrarnos en el día a día de los Ochoa, así como en el suplicio que puede llegar a ser el hecho de manejar una ambulancia privada en una urbe llena de amenazas. Las acciones nos acercan constantemente a Juan, el inesperado jefe de facto de la familia. Rozando apenas la mayoría de la edad, el joven es el encargado de mantener las cosas en orden, ya sean los papeles del vehículo o hasta la vida académica de Josué, quien se divierte más comiendo Ruffles a bordo con ellos que en la primaria.

Por momentos, el documental también nos abre la puerta hacia su vida personal a través de de una serie de llamadas telefónicas con una novia que nunca aparece en escena, pero cuya presencia se siente a través de las precoces e hilarantes charlas. El espectador pronto entiende que se trata de cualquier otro chiquillo malhablado, pero con un sentido de responsabilidad propio de una persona madura.

Aunque Familia de Medianoche transcurre a bordo de la ambulancia durante varias jornadas laborales, distintas escenas nos permiten conocer la motivación de estos personajes, sobre todo de Juan, quien asegura encontrar agrado en todo lo que ve, y no por morbo, sino por una verdadera vocación que rápidamente resulta evidente.

Por supuesto, esto no necesariamente se ve traducido en estabilidad económica, pues uno de los aspectos que más resalta Lorentzen en su cinta es la dificultad de hacer dinero en este negocio. ¿Cómo cobrarle a quien se le acaba de morir alguien? ¿Cómo hacerle ver a la familia de los pacientes que su trabajo es como cualquier otro? Estas dificultades podrían resultar palpables por primera vez para todo aquel que ha dado por sentado este tipo de servicios gracias al enfoque humano del director.

Este drama también es acompañado por una variedad de chuscos momentos que resaltan, como era de esperarse, la singular idiosincrasia mexicana. Ya sea compartiendo un atún con mayonesa y verduras en un súper en tiempos de vacas flacas, o unos suculentos tacos de bistec en un puesto callejero cuando les va bien, los Ochoa disfrutan de estos momentos al máximo. Afuera les espera tanto la tragedia ajena como la falta de ética de un montón de policías que les piden "mordida" para poder llevarse a los heridos. Un poco de esparcimiento es necesario para liberar la tensión y la frustración.


Lorentzen también capta muy bien otros instantes que bien podrían clasificarse como de acción. En ellos, mientras Juan o Fernando manejan con gran pericia entre todos los inconscientes automovilistas que no se hacen a un lado para poder llegar primero a la escena, el director crea una breve pero puntual tensión al ver cómo la vieja ambulancia consigue rebasar a otra para salir victoriosa, aunque a veces la recompensa no es la pensada.

Esto nos recuerda aquella película de Dan Gilroy, Primicia Mortal, en la que un fotoperiodista utiliza todo tipo de tácticas para poder llegar a un accidente y filmar lo ocurrido. El estilo, la fotografía nocturna y la forma en la que los Ochoa recorren una y otra vez la ciudad se asemejan bastante a los de la ya mencionada.

En Familia de Medianoche, los Ochoa se topan con padres desconsiderados, novios abusadores, accidentados y hasta familiares ingratos y groseros; sin embargo, su profesionalismo les permite mantener estoicos ante cualquier obstáculo.

La amabilidad y tacto con la que tratan a sus pacientes nos hace preguntarnos si solo es parte de su servicio al cliente o una verdadera empatía que les impide dejar a alguien morir aun sabiendo que quizá no podrán pagarles. Lo que queda claro es que Juan y los demás solo desean poder comer algo decente al día siguiente, pidiendo también un poco de reconocimiento por su trabajo.

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