Reseña - El Arte de Defenderse: una extraña sátira sobre la toxicidad masculina

Durante una de las conversaciones de su insana relación, Sensei (Alessandro Nivola) le dice a Casey (Jesse Eisenberg) que Anna (Imogen Poots), su mejor estudiante, es mujer, pero que nunca llegará a ser un hombre; por lo tanto, nunca será digna.

Esta es solo una de las muestras de machismo y misoginia que abundan en El Arte de Defendese, una cinta que, precisamente, se burla de esta falsa pretensión de superioridad en la que suelen escudarse cualquier cantidad de hombres con una inconsciente fijación por la fragilidad. Y aunque la ejecución resulta divertida y astuta por momentos, la sobreexplotación del mensaje termina por convertir este filme en algo claramente redundante y poco memorable.

Casey es un hombre con miedo a prácticamente todo, dejándose intimidar por casi cualquier cosa. En su trabajo, sus compañeros se burlan de él; y en su casa, su tierno perrito es la única compañía de la que disfruta. Su sueño es ir a Francia, aunque probablemente su trabajo como oficinista nunca se lo permita.

Un día, saliendo a comprar comida para su mascota en la noche, Casey es víctima de un violento asalto, el cual lo deja seriamente herido. Tras recuperarse, y decidido a encontrar la forma de defenderse, el hombre encuentra por casualidad un dojo de karate, donde Sensei, el maestro del lugar, le ofrece la posibilidad de convertirse en aquello a lo que le tiene tanto temor.

Riley Stearns dirige esta película con un estilo muy particular. Como una comedia negra, el también guionista se adentra inicialmente en el tema de la toxicidad masculina moldeando un entorno diseñado para satisfacer al hombre en todos los sentidos. Ya sea con revistas de contenido sexual y agresivo, charlas lascivas, o negocios enfocados en reforzar la masculinidad como tiendas de armas o dojos de karate, el mundo en el que vive Casey es desconcertante, pero muy familiar al nuestro en muchos sentidos. El problema es que el protagonista no encuentra forma alguna de encajar; y peor aún, el temor que lo embarga en todo momento lo tiene prácticamente paralizado.

Stearns nos presenta a un personaje que no se identifica con la hipermasculinidad que lo rodea. Casey es sensible, pacífico y sumiso, pero el traumático incidente que vive le hace sentirse todavía más vulnerable y humillado. En ese preciso momento, la única solución que se le ocurre es volverse aquello a le que le tiene más miedo.

Eisenberg interpreta a un tipo en conflicto con las imposiciones sociales, mismas que lo ponen contra la espada y la pared, provocando que busque construir una nueva y falsa personalidad en mayor sintonía con los que lo rodean. El porte cómico del actor resulta de gran ayuda para darle cierta gracia a su personaje; sin embargo, no ofrece nada que no hayamos visto de él hasta ahora.


Sensei es probablemente el personaje más enigmático de toda la película. Aunque en un principio se muestra como un aliado de Casey dispuesto a ayudarlo para dejar de tener miedo, el maestro pronto lo antagoniza con una serie de pruebas que acercan al protagonista a su lado supuestamente más varonil y oscuro.

Sensei emerge como un hombre arraigado en los clichés de antaño de su sexo, su pasión por la brutalidad es notable, y el esmero que pone para tratar de inculcarla en sus alumnos es inalcanzable. Al investigar un poco sobre quién es realmente la persona que le está enseñando a defenderse, Casey descubre no solo a un tipo que también buscó dejar cualquier rastro de supuesta fragilidad tras de sí, sino a alguien capaz de cualquier cosa con tal de saciar esa sed de violencia que yace dentro de sí.


Desafortunadamente, el discurso que le director despliega comienza a desgastarse muy temprano. Dejando poco a la reflexión, Stearns no duda ni un segundo en incluir algún diálogo o situación que refuerce la toxicidad masculina a la que se refiere desde un comienzo. En varias escenas, por ejemplo, Casey es persuadido por Sensei para actuar como un macho, escuchar metal, aprender alemán, y básicamente ser un imbécil. Los momentos son discretamente divertidos, pero dejan al protagonista como un completo pelele ávido de pertenecer que se deja llevar por cualquier signo de aprobación, sin importar de dónde provenga.

La ambientación es por demás extraña. Situándanos en una época que podríamos definir como los noventa, debido a la ausencia de celulares e internet, y la presencia de cintas VHS y máquinas contestadoras, Stearns prefiere no meterse en problemas alejándose del momento en el que vivimos, donde este tipo de personas abundan en cualquier rincón de la sociedad

Y aunque la caricutarización masculina es el concepto de El Arte de Defenderse, los personajes femeninos no gozan del desarrollo que uno hubiera esperado. Anna es víctima de un trauma y un complejo de inferioridad que ha se creído para poder seguir perteneciendo al dojo. Lamentablamente, el arco narrativo de Anna queda estancado por su sed de sangre y la enfermiza relación entre Casey y Sensei.


Al final, Casey se dirige hacia el mismo camino que Sensei, no solo porque se trate de su discípulo, sino porque parece que no hay otra opción, o al menos eso es lo que Stearns quiere que creamos. Aunque sabe que Sensei es un ser maligno cuyas enseñanzas le han lavado el cerebro a todos sus estudiantes, incluso a la única mujer inscrita, que nunca será condecorada con la cinta negra por el mero hecho de ser quien es, su permanencia apunta hacia un destino tan violento como similar. El ciclo se repite, pero ¿debemos creerlo?

Durante el desenlace, Casey toma una inesperada decisión que culmina una transformación que bien pudo haberse gestado apenas unos cuantos minutos antes. Es cierto que las revelaciones a las que es sometido son contundentes y enardecedoras, pero su nuevo rol en el dojo y en su vida no resultan tan convincentes dado el rumbo que tomó desde un inicio. Para Stearns, la violencia salta como la única opción viable, pero quizá se olvida de cuánto daño le ha hecho a Anna y hasta al mismo Casey.

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